2 de febrero de 2011

Gobernar para controlar.

Selección de textos traducidos con permiso expreso del autor Diarmuid O'Murchú ,
de los caps. 3 y 4 de su último libro
Adult Faith. Growing in Wisdom and Understanding, Orbis Books, 2010.
(Las negritas son mías)


3. GOBERNAR PARA CONTROLAR

Incluso el más democrático de nuestros gobiernos contemporáneos adopta una orientación patriarcal, virtualmente inexpugnable para nuestra conciencia moderna. El gobierno democrático no sólo es un modo de organización política al servicio del pueblo. Es además una ideología heredada basada en complejas relaciones de poder, favoreciendo a quienes ya lo poseen y beneficiando sólo a unos pocos.
(...)

La herencia patriarcal.

El reinado del patriarcado es tan endémico en la cultura contemporánea que pocos sienten la necesidad de cuestionarlo o evaluarlo. Incluso la crítica feminista sostiene distintas opiniones sobre cómo abordar el concepto y cómo podría rectificarse. Explícitamente, el patriarcado se traduce en formas de gobierno, administración de recursos -humanos y otros- que adoptan una estrategia de control descendiente, de arriba a abajo. Ese poder pertenece principalmente a quienes se han ganado el derecho a ejercer el control, aunque no necesariamente sean los más competentes y preparados para esa labor. La dirección patriarcal busca mantener básicamente el poder, no el talento ni la inteligencia.

Este poder en cuestión es "poder sobre", la necesidad de algunos para controlar y dirigir las vidas de los demás, una estrategia basada en algunas premisas clave de naturaleza altamente cuestionable:

- La gente es débil y tiende al "mal" y, por lo tanto, necesita ser controlada; las cosas podrían ir a peor en ausencia de poderosos.
- El planeta es un objeto material para uso y beneficio humano; se necesita dirigir "responsablemente" esos recursos.
- Los recursos de la naturaleza son escasos y limitados, por eso "alguien" debe regular el uso de recursos, y establecer quiénes deben estar sujetos a esa regulación.
- La competitividad feroz, pero cuidadosamente regulada por quienes mejor saben, parece ser el sistema que ha dado mejores resultados en la historia.

Tales convicciones cada vez  provocan más decepción y enojo en las personas. Viviendo como estamos en el mundo de la comunicación de masas, millones dejan de confiar en aquellos que desean gobernar y controlar. Sabemos que estos fundamentos teóricos están seriamente tocados. Intuímos que las cosas podrían ser de otra manera, necesariamente si deseamos un futuro más prometedor. Culturalmente, gran parte de nuestro dilema consiste en que hasta ahora no podemos reunir un consenso creativo y cultural para generar formas alternativas de interrelación, con la vida y con los demás.

Así la especie humana se halla en un dilema. Los filósofos culpan de ello en gran medida al fenómeno llamado postmodernidad, donde sin un meta-discurso estamos a merced del conflicto de intereses en un mundo inundado de codicia e individualismo. Yo sugiero que la postmodernidad es más un síntoma que una causa del problema de fondo. De hecho, el colapso de los principales meta-discursos puede bien ser nuestro mayor signo de esperanza.

Durante gran parte del siglo XX conocíamos sólo un meta-discurso, una verdad fundacional encarnada en aquellos que gobernaban: los que mandan saben. ¿Por qué? Porque de acuerdo con el discurso dominante, Dios lo quiso de esa manera. Aristóteles decía que los gobernantes son automáticamente justos. Incluso cuando actuaban atrozmente, debemos respetarlos y obedecerlos. ¿Estamos dejando de creerlo política, económica, social y eclesialmente? La religión es una de las pocas instituciones vivas en que la obediencia ciega todavía ejerce tanta influencia. Tanta gente cree que las religiones y las iglesias son realmente queridas por Dios que, a pesar de todas las inexcusables contradicciones, siguen todavía aceptando la verdad divina.

La ruptura...

Es necesaria una perspectiva evolutiva para comprender qué está transpirando en este momento. Necesitamos un marco más amplio para discernir frente a un pasado extenso y profundo. También necesitamos de una espiritualidad que pueda abrazar la paradoja; en tiempos de transición (política, social y cultural) abunda la paradoja y su naturaleza contradictoria resulta molesta y desconcertante.

Un momento de ruptura también es ocasión para el duelo. Es necesario asumir la pérdida de aquellos sistemas e instituciones que sirvieron en el pasado pero ya no cumplen su función. Sin esta capacidad de olvido, podemos quedarnos anclados en nuestro dolor y no podemos liberarnos a nosotros mismos para soltar lo viejo y abrazar lo nuevo.

Para Occidente, particularmente, ésta es una tarea de enormes proporciones. Ocultamos el dolor y la pérdida con varias capas de represión y negación, y llevamos haciéndolo durante mucho tiempo. Nuestra incapacidad para gestionar el propio dolor es un obstáculo serio en un mundo donde la ruptura sistémica está tan extendida. Incapaces de manejar la necesidad del duelo, nos resguardamos en la seguridad ofrecida por lo viejo conocido, a pesar de que intuitivamente sabemos que muchos de los modelos pasados están en un avanzado estado terminal.

La fragmentación cultural y nuestra falta de preparación para asimilar el dolor, empuja a los "adultos" a la confusión y a la anomia. La regresión a la seguridad y protección que necesita el niño que todos llevamos dentro tiende a arrastrarnos (inconscientemente, por supuesto). Encontraremos infinidad de distracciones y seducciones para calmar nuestro dolor interno, siendo el consumismo (ir de compras) el principal en nuestros tiempos. Recordemos lo que George Bush aconsejó al pueblo Americano tras el 11 de septiembre: ¡continuad comprando igual que siempre! No había mucha inspiración adulta en ese consejo.

(...)

Aquellxs que van hasta el fondo de la cuestión, quienes elevan preguntas diferentes, y lxs pocxs que se aventuran a estar en desacuerdo y reclaman formas alternativas de hacer las cosas, ésxs entre nosotros son los "adultos", ¡quienes ofrecen un sentido de la esperanza más realista para un futuro mejor! Pero enfrentadxs a tanta incomodidad, incluso cuando adquiere tintes exagerados, no nos gustan esas personas que ofrecen perspectivas adultas. Nos evocan más sentimientos de inseguridad, un doloroso recordatorio de que muchos de nosotros aún no hemos crecido y seguimos estancados al nivel de los miedos infantiles. Este es el panorama oscuro y lóbrego, descrito por los psicólogos como codependencia.

"Una persona codependiente es la que ha permitido que el comportamiento de otra persona le afecte, y está obsesionada en controlar el comportamiento de ésta." (Melody Beattie, 1987). El término fue creado por esta autora observando familias donde la adicción al alcohol era un patrón frecuente. La incapacidad o falta de voluntad para enfrentarse al adicto, el hábito de excusar sus tendencias destructivas, la necesidad de ser el protector de la otra persona, la necesidad de sentirse querido y necesitado, son síntomas comunes de la codependencia.

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La codependencia tiene una historia accidentada en psicología. No aparece listada en los manuales de diagnóstico. La descripción de la misma como complejo del Mesías me parece bastante útil. La necesidad de ejercer control, y un miedo inconsciente a lo descontrolado, son la dinámica central de las relaciones co-dependientes. Éstas son también las dinámicas presentes en las culturas imperiales y en el ejercicio de la dominación patriarcal, cuya complejidad ocupa el centro de atención de una reciente área de estudio conocida como post-colonialismo.

Nombrar, afrontar y cambiar las conductas disfuncionales resulta central en el desarrollo de una fe adulta. La madurez tiende a verse seriamente comprometida por las actitudes codependientes. En el mundo moderno encontramos altos niveles de fracaso a la hora de tratar con la dimensión adulta de los demás de manera respetuosa y empoderadora. Los juegos padre-hijo desarrollan una variedad de formas de desempoderamiento. Y estas actitudes destructivas a menudo son reforzadas por instituciones sociales como escuelas, hospitales, empresas y organizaciones religiosas.

La religión de la sumisión ciega.

Las religiones, con la posible excepción del budismo, dicen creer (en teoría) en un Dios que es amor incondicional. (...) Hoy prevalece una gran confusión entre el poder del amor y el amor al poder. La última ha sepultado a la primera. La fe en el amor incondicional, que sobre todo empodera hacia el crecimiento y la madurez, no está al alcance de mucha gente en su experiencia cotidiana. La cultura de la competitividad feroz, los muchos rencores y celos envueltos con la lucha por el primer puesto, entierran y ridiculizan la cultura del cuidado y el empoderamiento mutuo.

Es la religión misma, más que cualquier otra fuerza cultural, la que ha destruído y dañado la convicción universal de la Divinidad como amor incondicional. Y en este proceso la religión desprovee a las personas de sus capacidades adultas para discernir cómo lo divino trabaja a nuestro alrededor. El lector querrá recordarme que estoy ignorando todo lo bueno que ha realizado la religión por la sociedad, un saber útil que ha conducido al orden, el sentido de la vida, el coraje, el sentido comunitario, y en diversas partes del mundo asistencia médica, social y educativa. Sí, la religión ha participado en tareas positivas, pero insisto, en un marco de trabajo sistemáticamente problemático. El marco actual de la religión tiende a crear codependencia más que liberación y empoderamiento, algo que las Escrituras dicen proclamar.

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Este insidioso poder de base patriarcal se hace particularmente notable en la Iglesia Católica. Uno se da cuenta rápidamente de cómo cualquier conversación tiende a centrarse en Roma, dejando de lado la labor de tantos creyentes de base que prestan poca o ninguna atención a lo que dice la curia. (...) La parte jerárquica de la Iglesia ocupa menos del 0,1% del cuerpo de creyentes. ¿Por qué entonces todo el mundo -incluídos los medios- se preocupan tanto de Roma y la Jerarquía? ¿Por qué no se habla del resto que vive su fe al margen del clericalismo?

Enfrontamos una disfuncionalidad de gravísimas proporciones. Una morbosa fascinación prevalece en relación a un sector insignificante. Pero ¿por qué seguimos prestándoles atención? (...) Lo que realmente necesita una religión como el Catolicismo Romano es que la gente desvíe su atención y entregue su energía a alternativas creativas. (...) Ello no significa necesariamente abandonar o traicionar la Iglesia. Nos invita a cambiar nuestra comprensión de ser creyentes y participar en la comunidad humana.


4. LA TIRANÍA DE LA RAZÓN.

(...) La ecofeminista australiana Val Plumwood (2002) ofrece un análisis profundo e informado de la tradición griega heredada y su pesado énfasis en la razón, el dualismo, la desconexión de la tierra y la compulsión masculina hacia la dominación y el control. Ella escribe: "La cultura centrada en la razón se ha convertido en un lastre para la supervivencia. La razón se ha convertido en un vehículo para la dominación y la muerte. Debemos transformar esta cultura o afrontar nuestra extinción". (...)

El individualismo robusto.

El nuevo individualismo no es una opción más del postmodernismo, sino que se trata de una consecuencia directa del culto a la razón que he criticado antes brevemente. (...) Como típicamente sucede en el culto a la razón, juzgamos los síntomas, los comportamientos externos, y a menudo olvidamos las sutiles corrientes subterráneas que provienen de la búsqueda de sentido desde lo más profundo.

Podemos identificar tres etapas que caracterizan el crecimiento hacia la madurez auténtica: Dependencia, Independencia e Interdependencia. Éstos podrían traducirse como 'sólo-yo', 'yo-contra-los-demás' y 'yo-con-los-demás'. La vida humana empieza en un estado de total dependencia, fundamentalmente necesitada del contacto cariñoso con la madre. A medida que avanza la infancia somos dependientes de más personas, padres, profesores, tutores y demás. Durante la adolescencia pasamos a una fase de independencia, al principio reaccionaria, y gradualmente más tendente a una actitud proactiva. Este paso por ambas fases, y el movimiento de la dependencia a la independencia, son esenciales para funcionar satisfactoriamente en la vida.

Sin embargo, se trata de una transición compleja. El estadio adolescente se ha convertido en un período abierto y prolongado. Algunos teóricos como Robert Epsein (2007) argumentan que el concepto de adolescencia es esencialmente defectuoso, creado por una cultura incapaz de pasar con sentido de la niñez a la edad adulta. La mayoría de psicólogos estarían en desacuerdo, considerándola una etapa necesaria y que no podría terminar cerca de los veinte años, sino que puede prolongarse hasta bien entrados los veinte e incluso los treinta. Es de sobra sabido que en distintos momentos durante la mediana edad (35 a 55 años) reaparecen estadios de rebeldía adolescente: regresión al mal humor, fantasías y reacciones que entran a formar parte de las conductas habituales.

Idealmente, un tercer momento llamado Interdependencia debería, y normalmente lo hace, emerger entre los 20 y los 30 años de edad. Pero para muchos ese estadio no llega hasta pasados los 50. En psicología junguiana se lo denomina "proceso de individuación", la toma de conciencia de mi interconexión, no sólo con la gente, sino con todo organismo que constituye la red vital. Es en este contexto donde el ser adulto puede sentirse plenamente realizado.

Diarmuid O'Murchú